Thursday, December 22, 2011

Cuando Mita murió


Mi padre Herasto Reyes... Escribio esta nota el 2 de noviembre del 2000 para conmemorar el día de muertos. Realmente es parte de la historia de mi familia y la comparto públicamente como el lo hizo en su momento.

Cuando Mita murió

La vida y la muerte de Mita, en el Vallerriquito de los años 60, deja entrever muchas costumbres de los pueblos del macizo de Azuero, en aquellos tiempos.

Por: HERASTO REYES

En medio del amplio llano de Vallerriquito, rodeado de cerros, posan Narcisa ‘Mita’ Barrios (con el sombrero en la rodilla) y su nuera Fermina González rodeadas por parte de su parra. La foto fue tomada por la maestra Deidamia Cerrud, probablemente en 1960 ó 1961. Foto de Deidamia Cerrud
Mita murió en silencio. No había necesidad de hacer bulla. Después de casi un siglo de menudo andar, el valle se le oscureció y ella regresó a la tierra que le había dado tanta vida.
La memoria es una coladera, cierne los hechos y los detalles a medida que pasan los días; desde los tiempos cuando Mita murió, hace 38 años, han caído muchos aguaceros que lavaron cerros y borraron huellas.
La trascendencia de Mita ha quedado en la parra de hijos, nietos, biznietos y tataranietos que recibieron de ella las normas de una conducta recta y del trabajo cotidiano.
Primera versión
Mita nació, vivió y murió en Vallerriquito. No se conoce mucho de la vida de este pueblo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Mita era joven. Pero debió haber sido una pequeña aldea rodeada de cerros montañosos, ríos y quebradas torrentosos, y caminos lodosos. Fría y llena de espesa niebla al amanecer.
Los recuerdos comienzan con el sufrimiento que imponía la Guerra de los Mil Días, a principios del siglo XX. Cuando venían las tropas, tanto conservadoras como liberales, los hombres de la comunidad se replegaban a los montes huyéndole a un reclutamiento forzoso en una guerra que no era de ellos.
La inteligente medida tenía sus inconvenientes: las soldadescas de uno y otro bando se turnaban el paso por las pequeñas poblaciones del macizo de Azuero y, aprovechándose de la circunstancia de que solo había mujeres y niños, asolaban los huertos y chiqueros de los campesinos.
De la guerra hablaba Mita cada vez que se le tocaba el tema, parece que los hechos de aquella confrontación marcaron su vida como debieron haber marcado la vida de todos los moradores de la región.
Según los cálculos, Mita se había casado (probablemente unido) con Manuel Reyes años antes de la guerra, de tal forma que la misma alcanzó a sus hijos entre la niñez y la adolescencia. No hay muchos detalles sobre este matrimonio, pero lo que sí es cierto es que solo terminó con la muerte de Manuel. Mita no se volvió a casar y trabajó toda la vida junto a sus hijos.
Mita murió el 17 de noviembre de 1962. Ella recibió la muerte de una forma natural, temprano en la mañana. No se complicó mucho: la esperaba sentada en un taburete, junto al umbral de la puerta de la casa donde vivía; allí, el corazón cansado de tanto latir, decidió pararse y los ojos claros de Mita se apagaron.
Lino Batista, el carpintero del lugar, midió a la difunta y procedió a armar un ataúd (cajón, le llamaban los campesinos). Las mujeres, vecinas y parientes, procedieron a vestir a la difunta con el traje blanco que ella había indicado; la pusieron en una cama, en cuya cabecera armaron un pequeño altar, con cuadros de la virgen del Carmen, una cruz y ramas pequeñas de mirtos, sobre una sábana blanca adherida a la pared de quincha. Un vaso de agua junto a la difunta y una vela encendida... ‘‘Ave María purísima, sin pecado concebida ’’.
Los llantos estuvieron presentes entre rezo y rezo. A los niños se les impidió ver a la difunta. Cuando llegó el rústico cajón, los llantos se incrementaron y entonces fueron los hombres quienes colocaron el cuerpo en el ataúd.
Unos cuantos rosarios más y tras una leve llovizna novembrina, salió el cuerpo de la casa rumbo al cementerio. Los hombres con sombrero pintado, camisa blanca, pantalones caqui y cutarras llevaban en hombros el cuerpo. Las mujeres se quedaban con el llanto desvaneciéndose en el atardecer. Mita había muerto.
Segunda versión
Narcisa Barrios era mi bisabuela, ‘‘Mita’’ le decíamos sus nietos y bisnietos. Desde que la memoria llegó a mi vida, la recuerdo sentada en el portal, sus canas totalmente blancas, su vestido holgado, largo hasta media pierna y sombrero de junco.
Las tres casas estaban juntas, tenían dos altas palmeras en la parte trasera y un calabazo viejo en frente, en la primera vivía Mita con la familia de Generino González y Narcisa (Iña) Reyes (nieta de Mita)en la casa del medio vivíamos nosotros (la familia de Fermín Reyes y Pastora Barahona), y en la última casa vivían mis abuelos: Benjamín Reyes (hijo de Mita) y Fermina González. Estas tres casas eran, junto con la de Lino Batista y Margarita González, la esquina sur-este del lugar.
A Mita y su esposo Manuel Reyes les pegaron cuatro hijos: Gernimia, Pablo, Benjamín y Guillermina; todos a su vez tuvieron varios hijos, excepto Benjamín y Fermina a quienes solo les pegó uno.
En las correrías cotidianas, la muchachada entraba y salía del portal donde estaba Mita. Tenía un bastón en la mano y con él amenazaba dulcemente con poner orden entre quienes corríamos por los portales donde jugábamos.
Ella se levantaba antes de la salida del sol. En un viejo pedazo de caldero calentaba, hasta tostarlo, el arroz del desayuno. En esta región de Azuero los campesinos solíamos desayunar con arroz calentado, a lo que se agrebaba tortilla, leche o café; almorzábamos arroz con frijoles y cenábamos, también, arroz con frijoles o arroz blanco con café negro. En la noche Mita se acostaba temprano.
Mita era una mujer buena, combinaba la dulzura de la abuela sencilla con la firmeza de carácter de quien tuvo el temple de criar y educar a sus hijos como hombres y mujeres de bien. Enfrentó a la pobreza que reinaba en el valle con una especie de estoicismo muy singular. En Vallerriquito, en los tiempos de Mita, se vivieron tiempos de abundancia y tiempos de carestía. En cierta ocasión, y eso lo contaban con frecuencia los viejos, hubo una sequía que requirió de la importación y reparto, a nivel nacional, de un arroz de la China para apaciguar el hambre.
La voluntad de Mita fue inquebrantable, aún en los tiempos finales de su andar sobre la tierra. Cuando murió su hija Gernimia, se discutió mucho si se lo debían decir o no, finalmente optaron por enfrentar la situación y se lo dijeron. La viejita dijo: ‘‘Quiero verla!’’; trataron de disuadirla, porque aparte de que tendría que caminar unos 100 metros, la emoción la podría afectar negativamente. De nada sirvieron estos intentos disuasivos: ‘‘quiero verla!’’. Mi mamá la apoyó en su afán: ‘‘Llévenla, nadie se muere antes de tiempo!’’, finalmente la llevaron y su fina voz lloró junto al cuerpo inerte de su hija. Regresó a la casa, se sentó en el portal y de rato en rato las lágrimas corrían por las mejillas achurradas de su cara.
Así como hubo momentos de dolor y de carestía, también hubo momentos de gozo. Cuando su hijo Pablo terminó una casa que construyó en Las Tablas, dispusieron llevarla para que viera la obra. Se acostumbraba, entonces, darle plata a los niños cuando iban para ‘‘el pueblo’’, el tratamiento para Mita fue el mismo, que si una peseta, que si una pesetita, que si un real y yo que le di medio: feliz se puso la viejita mientras la arreglaban. La subieron en un carro tipo comander, ‘‘El Ventarrón’’ le llamaban, y aunque el viaje no fue fácil, sí estuvo lleno de agradables momentos: hacía mucho tiempo que no iba a Las Tablas, vio grandes progresos y, sobre todo, conoció la casa que su hijo había construido.
Después de su larga vida, para Mita la muerte fue un paso, el último paso de la vida. El dolor que su muerte pudo haber generado se convirtió en lección para toda su parra: no hay porque temerle a la muerte, ni siquiera debe uno pensar en ella...

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